domingo, 26 de diciembre de 2010

Un elefante con alas

Con este cuento participé de un concurso literario de "ficciones de la historia argentina", de caracter regional, organizado por la Escuela Nacional Ernesto Sábato, y la Biblioteca Bernardino Rivadavia, de la ciudad vecina de Tandil. Ganó el primer premio de la categoría D (estudiantes terciarios, universitarios y público en general) y me gustaría compartirlo. La idea era crear un cuento cuya temática estuviera relacionada con algún acontecimiento histórico de nuestro país, espero que les guste.

Un elefante con alas

De pronto me detuve con las pupilas estiradas hacia el cielo de árboles, y me vi perdida, casi sonámbula, buscando su palabra para jalar de mi misma; y entonces lo comprendí, Ale era un elefante.


La luz de la mañana estaba lenta, como si los rayos que se escurrieron por la ventana se hubieran adherido débilmente a las cosas, que apenas lucían en su descanso. El frío abrazaba mi mente, desbordada de preguntas y, para mis ojos, las agujas del reloj se habían olvidado los pasos. Habían pasado tres meses ya desde las patadas, las valijas y el vuelo, y Ale no llegaba.

Desde la ventana se veía correr a una hormiga que había perdido el subte y estaba presurosa por llegar a trabajar. El resto hacía el mismo recorrido que los días anteriores, una tras otra, desde el café hasta la plaza. Era como esas tardes en las que espiaba a Ezequiel mientras jugaba con sus soldados, siempre en su guerra eterna, con los mismos diálogos mezclados de barro. Extrañaba sus peleas, su inocencia.


La pava gritó y mis pies volvieron a Abril. Intenté recordar, entre sorbo y sorbo de té, quién era antes, y me vi dormida, ciega o quizás mucho peor: indiferente. Hasta que llegó él, con esa corona enrulada que cuando rozaba los centímetros del peligro sufría una poda repentina, no fuera a ser cosa que se enredaran los problemas y sonaran patadas en vez del timbre. Alejandro había invadido mi burbuja poco a poco y me había despertado, pero desde adentro. Nos conocimos casi sin querer, sin buscarnos, y en el delirio de liberar mi mente, encadenó nuestras almas.


Inútil fue tratar de olvidarlo cuando papá insistía en que no era propicia nuestra amistad, aunque Ale me hubiera prohibido llamar así a lo que nos unía. Me proponía cosas simples, como caminar descalzos por el pasto, embarrarme, sentir; y eso a papá le disgustaba. A mí, en cambio, me volaba la cabeza, me llenaba de miedos, de sensaciones nuevas, me regalaba vida. Ale estaba en el segundo año de arquitectura, e insistía en que el país estaba creciendo con las raíces torcidas, y que era inevitable que con el tiempo se transformara en leña de otros hogares. Pocas veces entendía sus palabras, y no siempre sonaba muy cuerdo.


Tenía que comprar víveres, así que tomé la cartera, un poco de dinero y bajé las escaleras, no sin antes dejar una nota por si volvía y no me encontraba. La ciudad caminaba a un ritmo que desconocía, y bastaron pocos minutos para que mi desorientada cabeza volviera a sumergirse en el jardín de las huellas eternas.


Recordé la tarde en la que mientras caminábamos tomados de las manos, él me hablaba del circo de la vida, como solía llamarle a la rutina en la otra tierra, y me decía que después de la función de títeres llegaba el show de los elefantes, que era su preferido. Yo lo acusaba de loco, y me divertía con sus terribles ocurrencias, y al mismo tiempo intentaba ejercer una astronomía sublime en el infinito de sus ojos café, buscando un ápice de burla, pero él insistía y me decía:

-A veces, los elefantes caminan en dos patas, por eso no los ves, y hasta usan trajes y corbatas. De verdad, se camuflan bien entre la gente, pero lo que no pueden ocultar son sus ideas, son demasiado grandes para que les quepan en los bolsillos.


Era, sin dudas, un soñador, un atrevido, y eso mismo fue lo que nos envió de viaje. Una noche discutieron de manera muy ruda con papá, se gritaron, y a los minutos Alejandro subió a despedirse. Yo lo esperaba con la valija en la mano, decidida a irme a donde fuera necesario. Fue la única vez que se asomaron un par de lágrimas en sus ojos, pero aún así ideamos la fuga. Las noches empezaban temprano, y era peligrosa la oscuridad, así que concluimos escapar antes de la escuela, simulando un día común.


Pasaron dos semanas antes de poder volar, y mientras tanto nos las arreglábamos en un cuarto que nos habían conseguido un matrimonio amigo de Ale, perdón, de Juan. El mismo día que viajábamos, entraron a las patadas gritando nuestros nombres. Logramos escapar por la ventana, con miedo y terror. Yo pensaba que era papá que se había enloquecido por mi ausencia.


Ale, o Juan, creyó que era demasiado peligroso viajar juntos, que sería más seguro que viajara en el primer vuelo yo, y que luego él tomaría otro para reencontrarnos ya en París. Los nervios me agarrotaban el estómago, y el miedo había congelado mis manos, pero acepté despedirlo ahí mismo. Sentí su mano sobre la mía, y luego una bocanada de ojos café cristalinos. Nos besamos, primero lento, negando el adiós, después a chorros, como si hubiésemos querido que aquellos besos nos duraran hasta cuando estuviéramos dormidos, hasta cuando estuviéramos muertos. Nos abrazamos hasta que nuestras sombras se volvieron una, y no dijimos nada más.


No fui capaz de dar otro paso, y con la mirada borracha de lágrimas, caí de rodillas como penitente, la sangre que galopaba con ansiedad ante las memorias se heló, y mis ojos por fin miraron sin máscaras, sin vendas. Aquel circo de puertas rotas de aquella tierra lejana, se había erigido sobre un cementerio de elefantes, y mientras arriba los ciegos creían ver, las marionetas se dejaban caer sobre sus hilos por fatiga anticipada de romperlos. La sucursal de Cristo había sido tomada, habían pisoteado toda fé. En las escuelas, en los jardines, ya no se enseñaba, se cazaba, se pescaba al peor pez. Y aunque habían alambrado con púas las guitarras, y la música se bañaba en sangre; las historias se vestían de rojo y salían a gritar. Los elefantes no eran perseguidos por el marfil, sino por sus ideas, y Ale tenía ideas enormes.


Sentí miedo. Ese mismo miedo que te corre por la espalda, te acaricia la nuca, y se vuelve frío en tus oídos. Detestaba la idea de que Ale se convirtiera en esos amores inconclusos que no pueden ser extirpados de la memoria, que perduran en su luz melancólica como si estuvieran preservados en ámbar, intactos y anhelantes. Él tenía que ser más fuerte, tenía que llegar, Ale no podía formar parte de los cimientos de ese atroz circo. Él tenía que llegar.


Anneris Arenzo.

jueves, 23 de diciembre de 2010

No calentarum largum vivirum

Es evidente que con la humanidad no nos llevamos del todo bien, que por empeño que se le ponga, existen fallas que nos [me] sacan de quicio. Posiblemente la rayada sea yo, la que aborrece la rutina, y que el simple hecho de hacer dos o tres veces el mismo camino aburre, y ya se busca otra alternativa.


Está bien, admito que la que detesta el ruido bulliciosamente molesto de los autos, el sol que pega fuerte en el cemento, el olor a insecticida o el humo que brota al quemar pasto, soy yo. Pero hay otras mentes rayadas dando vuelta por la ciudad, arrinconándose en el parque, para sentir un poco más de vida. Hay otras personas que detestan tantas cosas (e incluso más) que yo.


Y uno puede que se amolde al ritmo de caminata del acompañante, pero llega un momento en el que si tenes ganas de correr o de sentarte un rato, decís chau y haces la tuya.


Lo bueno es cuando te encontras con otra mente retorcida, y encontras similitudes, coincidencias casi efímeras, pero bien significativas, y ahí el delirio es lo que une, es ese lazo invisible que no lleva reloj en la muñeca, ni en el bolsillo, ni es consciente del tiempo. Y a sí se transita mejor, acompañado de esas personas que si tienen ganas de escupir el jugo que tomaban, por placer de sentir esa adrenalina al llenar todo de líquido salivoso... lo hacen, y si tienen que decirte que tenés una cara muy fea, no tienen ni timidez ni estupor.

A veces es necesario romper las estructuras, y quedarse flotando un rato solo, hasta encontrarse, y encontrar a otros entes, otra gente, que mezclada de estrellas te llevan al limbo.


No hay necesidad de aferrarse a los cardos, espinas hay en todos lados, pero con el caminar nacen los callos y se vuelve más amena la caminata. Y repito, cuando el delirio se comparte, sea en una charla, un dibujo o un mate, la vida, eso a lo que se le llama vida, tiene otro sabor.

Epecuen.

Hace unos días, visitando otro blog (De una foto hice un tesoro) me encontré mirando con otros ojos, un lugar que conocía bien, y reviví esa piel sensible frente a los bellos erizados, ese frío repentino que se arrastra por la espalda, hasta consumirte la nunca... Epecuen, las ruinas de una vida pasada, los escombros del lugar en donde hace casi treinta años se respiraba alegría. Un espacio creado por el hombre, y arrebatado por la fuerza de la naturaleza.

Es recorrer un pueblo fantasma, cargado de historia viva... es transitar la destrucción misma, los restos moribundos de generaciones, es pensar en guerra, y tratar de meterte en la cabeza de esas personas que de golpe no sólo perdieron todo lo que tenían, sino que al mismo tiempo se les arrebataron la posibilidad de caminar entre los recuerdos, de no volver a ver esa esquina, de no volver a tomar un trago en ese bar, de no caminar más por esa calle.


No se quién fue la persona que colocó así estas cosas, pero me conmovió totalmente

El cementerio, la pérdida más grande que tuvo el pueblo, sus antepasados que quedaron ahogados en la destrucción de madre natura.

miércoles, 8 de diciembre de 2010